Cuando una persona no tiene claridad sobre lo que quiere, es natural que te sacuda. Su indecisión cae sobre ti como una sombra que poco a poco empieza a colarse en tu propio valor. No porque seas insuficiente, sino porque su falta de decisión se transforma en un espejo que refleja dudas que ni siquiera son tuyas.
Lo curioso es que, en lugar de apartar ese espejo, muchas veces nos quedamos mirándolo demasiado. Buscamos respuestas en gestos ambiguos, en silencios, en frases a medias. Y ahí es donde sin darnos cuenta alimentamos la confusión: empezamos a interpretar, a justificar, a esperar lo que no llega.
Entonces surge la pregunta incómoda:
¿realmente la duda es del otro… o también la estás sosteniendo tú por miedo a soltar?
¿qué parte de ti necesita quedarse en un lugar donde no te eligen con claridad?
¿qué gana tu mente manteniéndote en el enigma, en vez de aceptar la verdad desnuda?
Porque sí, la indecisión del otro puede doler, pero lo que realmente hiere es esa tendencia nuestra a querer descifrar un código que ya nos dijo todo desde el principio: la falta de certeza también es una respuesta.
La trampa no está en que el otro no sepa qué quiere. La trampa está en que tú sigas esperando como si merecieras ser una opción y no una elección.
Al final, la pregunta clave no es “¿qué siente él o ella por mí?”, sino:
“¿por qué me quedo yo en un lugar donde mi valor depende de lo que otro aclare?”
La confusión ajena puede ser inevitable. La tuya, en cambio, es opcional.
Y la salida siempre será la misma: dejar de esperar y empezar a elegirte tú.
🌿 “Sanar no es un mantra bonito ni un taller para pasar el rato: es cirugía sin anestesia sobre tus viejas excusas.
Si mientras leías sentiste que te estaban desnudando, ya sabes cuál es tu próximo movimiento. No esperes a que alguien te lleve de la mano.”
Rafa Navarro